miércoles, 11 de agosto de 2021

Con felicidad



CON FELICIDAD y otras microficciones

 

 

cuaderno SPERONI de poesía y otras artes

año 01 / número 05 / otoño 2020

 

 

 


Con felicidad

 

         Mi madre, antes de que yo pudiese hablar, murió.

         Mi padre, quizás por eso, fue demasiado cariñoso conmigo.

         A pocos meses de cumplir los doce, como dote, eso contaron las viejas, me entregó al herrero de un pueblo vecino al nuestro. Saldó la deuda con algunas herramientas.

         Una maza, una carretilla de jardín, una pala de punta, un licor fuerte.

         El herrero siguió el ejemplo de mi padre.

         Llegué a parir cinco hijos; los tres últimos, como gatos al nacer, no llegaron a emitir palabra. Las dos primeras, que ya saben leer y escribir, están pegaditas a mí, lejos, ahora, de la tumba de su progenitor.

         Me pregunta doña Felicidad, siempre atenta a mis historias, si he sido feliz. En una de esas, quisiera decirle, pero no le digo nada, y huelo los jazmines que la señora puso sobre la mesa, y sigo remendando los guantes de su marido, que, es un decir, en paz descanse.

 

 

La mano

 

         Vuelvo en su auto, como todos los miércoles, de noche. A veces hablamos, los primeros viajes, quiero decir, hablamos. Luego puso música. Pregunté sobre esas canciones, sobre el compositor, el intérprete. Hermosas canciones políticas. Recordó a Simone de Beauvoir, en verdad hizo que la conociera. En una de sus notas, en un libro que habla de una mujer rota y de la sangre de los otros, de Beauvoir dijo que tal escritora, ¿o escritor?, era la o el izquierdista más honesto que conoció. “Solo escribía de enredaderas y piedras”. Una de esas tardes de lectura y discusión, mientras un integrante del grupo leía, me quedé mirando su rostro, concentrado en la lectura; no pude prevenirlo, levantó los ojos y se encontró con los míos; como una tonta atiné a esconderme en un sector bajo de una de las bibliotecas. Una tarde, dijo que el dolor no existe. No, no, lo dije yo, y agregó algo que hizo que abriera una puerta desconocida. Una noche, creo que en la tercera en que comencé a volver en su auto, puso su mano derecha en mi pierna. Dejé que su mano se plantara (en el momento que escribo esto, echó raíces) y luego subiera hacia la humedad tibia. En casa, los niños dormían, y mi marido también dormía. Me senté en el rincón más desolado y encendí un cigarrillo. Fumé y pensé. Los encuentros, antes de volver en su auto, son más que gratos. Conocimiento y belleza. Ayuda, distiende, relaja. Una tarde, habló de Flora, una de sus poetas cercanas. Habló de candados, que no deben molestarnos porque poseemos todas las llaves. Y que, tenemos, siempre, que buscar la vida. Por alguna razón los semáforos rojos son nuestros, o míos, podría decir. Espero los que superan los setenta latidos. Espero, sobre mi pierna, su mano. Pronto, en unos días, hará un viaje importante. No volveremos, por un tiempo, juntas, en ese auto donde existe un mundo tan lejos del mundo. ¿Esperaré? ¿Desearé la vuelta? No estoy enamorada, seguro. Aunque estas noches de miércoles, luego del diálogo y de la gente buena, deseo el mar, su nombre que regresa, y su mano en mi pierna, y cerrar los ojos ante un sol que se detiene, y sentir el viento en la cara, y nadar en aguas que en nada se parece al dolor.

 

 

El mar

 

         Me encuentro con mi primo. No me siento extrañado aunque haya muerto hace casi cincuenta años. Está viejo. Arranco desde el principio, el principio de este momento. Camino por calles de mi pueblo, de lo que alguna vez fue mi pueblo. Calles asfaltadas, buena iluminación, negocios y casas en los terrenos que eran baldíos. Entre los baldíos que no están reconozco la casa de mis tíos. La puerta está abierta. Una mujer joven, sin sorpresa, me recibe en el living. Ahí está, dice. Mi primo, creo que es él, viene a recibirme, llega con otro hombre mayor, me saluda, lo recuerdo de joven, un muchacho que vivía enfrente. Mi primo viejo me convida con una botella de cerveza, la abre con un destapador que tiene en su mano derecha. Me invita a pasar al jardín. En el jardín veo el mar. Como todos saben no hay mar en City Bell, solo arroyos que de chicos y con más tiempo que prudencia nos llevaban a Punta Lara. ¿Te acordás?, me pregunta. Sí, me acuerdo. A veces costaba llegar en bicicleta. Sacábamos las anguilas con los dedos así, dice. Nunca me animé, pienso. Miraba a esas víboras retorcerse en el aire y terminar en una bolsa de arpillera. El padre del vecino, más tarde, las cocinaba. Nunca las probé. Las personas de la playa toman sol. Veo sus espaldas, doradas. Ahora me detengo en la línea donde se entrelaza lo que estuvo y lo que está. En el horizonte, sombras que se apagan hasta que alguien enciende la luz.

 

 

Barcos

 

         Le digo a Leonardo que no sé cómo llegamos acá. A este barco herido.

         Yo tampoco sé –responde, soplando a la luz que rápidamente se apaga.

         En la orilla, no tan lejos, no tan cerca, dos niños, que no serán, miran el mar, y un sol que se muere en el horizonte.

 

 

El otro lado del río

 

         ¿Qué hacemos acá? Se lo pregunté después de estar los dos mirando el río durante horas. En esas horas pensé nada o poco, o eso creo porque ¿acaso es posible dejar de pensar? Lo cierto es que le pregunté qué hacemos acá. Quieta, inmóvil, como un maniquí, siguió a mi lado, indiferente, extraviada, ahora lo sé, lejos. El viento leve hacia zigzaguear, apenas, el vello de su brazo, desnudo hasta cerca del hombro. El hombro cubierto por un saquito claro. Un saquito que le regalaron sus tíos del otro lado del río. Los visitamos para unas fiestas de hace unos pocos años, el tiempo pasa. Pasamos unos días caminando la caída del sol por la vieja costanera, casi no hablamos, aunque, entre nosotros, el silencio era dicha. En esos atardeceres bajaba la temperatura, si bien no se llegaba al punto de tener frio. Cuando tuvimos que volver fue que los tíos le dieron el saquito. No se trató, es cierto, de un regalo, simplemente refrescó y se lo pusieron en los hombros. Con definitiva certeza, siento que debe ser una carga enorme. Hubiese preferido no preguntar. Hubiese preferido lo callado, y no sentirme solo en este lado, mirando el río, mirando el río.

 

 

Planetas

 

         –Yo soy el uno, el que fabrica las armas –dijo el uno.

         –Yo soy el dos, el que naturaliza la discordia –dijo el dos.

         –Yo soy el tres, de todos los elementos, la síntesis –dijo el tres, guiñando el ojo derecho al dos y el izquierdo al uno.

         En un planeta, cercano, paralelo, el dos aniquiló al uno, el tres aniquiló al dos, y el uno al tres.

         –No hay dos sin tres ni uno –dijo la cucaracha, y cruzó el sendero al otro de los mundos posibles. 

 

 

 

Índice

 

Con felicidad

La mano

El mar

Barcos

El otro lado del río

Planetas

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