CON FELICIDAD y otras
microficciones
cuaderno SPERONI de poesía y otras artes /
año 01 / número
05 / otoño 2020
Con felicidad
Mi madre, antes de que yo pudiese
hablar, murió.
Mi padre, quizás por eso, fue demasiado
cariñoso conmigo.
A pocos meses de cumplir los doce, como
dote, eso contaron las viejas, me entregó al herrero de un pueblo vecino al
nuestro. Saldó la deuda con algunas herramientas.
Una maza, una carretilla de jardín, una
pala de punta, un licor fuerte.
El herrero siguió el ejemplo de mi
padre.
Llegué a parir cinco hijos; los tres
últimos, como gatos al nacer, no llegaron a emitir palabra. Las dos primeras,
que ya saben leer y escribir, están pegaditas a mí, lejos, ahora, de la tumba
de su progenitor.
Me pregunta doña Felicidad, siempre
atenta a mis historias, si he sido feliz. En una de esas, quisiera decirle,
pero no le digo nada, y huelo los jazmines que la señora puso sobre la mesa, y
sigo remendando los guantes de su marido, que, es un decir, en paz descanse.
La mano
Vuelvo en su auto, como todos los
miércoles, de noche. A veces hablamos, los primeros viajes, quiero decir,
hablamos. Luego puso música. Pregunté sobre esas canciones, sobre el
compositor, el intérprete. Hermosas canciones políticas. Recordó a Simone de
Beauvoir, en verdad hizo que la conociera. En una de sus notas, en un libro que
habla de una mujer rota y de la sangre de los otros, de Beauvoir dijo que tal
escritora, ¿o escritor?, era la o el izquierdista más honesto que conoció. “Solo
escribía de enredaderas y piedras”. Una de esas tardes de lectura y discusión,
mientras un integrante del grupo leía, me quedé mirando su rostro, concentrado
en la lectura; no pude prevenirlo, levantó los ojos y se encontró con los míos;
como una tonta atiné a esconderme en un sector bajo de una de las bibliotecas.
Una tarde, dijo que el dolor no existe. No, no, lo dije yo, y agregó algo que
hizo que abriera una puerta desconocida. Una noche, creo que en la tercera en
que comencé a volver en su auto, puso su mano derecha en mi pierna. Dejé que su
mano se plantara (en el momento que escribo esto, echó raíces) y luego subiera
hacia la humedad tibia. En casa, los niños dormían, y mi marido también dormía.
Me senté en el rincón más desolado y encendí un cigarrillo. Fumé y pensé. Los
encuentros, antes de volver en su auto, son más que gratos. Conocimiento y
belleza. Ayuda, distiende, relaja. Una tarde, habló de Flora, una de sus poetas
cercanas. Habló de candados, que no deben molestarnos porque poseemos todas las
llaves. Y que, tenemos, siempre, que buscar la vida. Por alguna razón los
semáforos rojos son nuestros, o míos, podría decir. Espero los que superan los
setenta latidos. Espero, sobre mi pierna, su mano. Pronto, en unos días, hará
un viaje importante. No volveremos, por un tiempo, juntas, en ese auto donde
existe un mundo tan lejos del mundo. ¿Esperaré? ¿Desearé la vuelta? No estoy
enamorada, seguro. Aunque estas noches de miércoles, luego del diálogo y de la
gente buena, deseo el mar, su nombre que regresa, y su mano en mi pierna, y
cerrar los ojos ante un sol que se detiene, y sentir el viento en la cara, y
nadar en aguas que en nada se parece al dolor.
El mar
Me encuentro con mi primo. No me siento
extrañado aunque haya muerto hace casi cincuenta años. Está viejo. Arranco
desde el principio, el principio de este momento. Camino por calles de mi
pueblo, de lo que alguna vez fue mi pueblo. Calles asfaltadas, buena
iluminación, negocios y casas en los terrenos que eran baldíos. Entre los
baldíos que no están reconozco la casa de mis tíos. La puerta está abierta. Una
mujer joven, sin sorpresa, me recibe en el living. Ahí está, dice. Mi primo,
creo que es él, viene a recibirme, llega con otro hombre mayor, me saluda, lo
recuerdo de joven, un muchacho que vivía enfrente. Mi primo viejo me convida
con una botella de cerveza, la abre con un destapador que tiene en su mano
derecha. Me invita a pasar al jardín. En el jardín veo el mar. Como todos saben
no hay mar en City Bell, solo arroyos que de chicos y con más tiempo que
prudencia nos llevaban a Punta Lara. ¿Te acordás?, me pregunta. Sí, me acuerdo.
A veces costaba llegar en bicicleta. Sacábamos las anguilas con los dedos así,
dice. Nunca me animé, pienso. Miraba a esas víboras retorcerse en el aire y
terminar en una bolsa de arpillera. El padre del vecino, más tarde, las
cocinaba. Nunca las probé. Las personas de la playa toman sol. Veo sus
espaldas, doradas. Ahora me detengo en la línea donde se entrelaza lo que
estuvo y lo que está. En el horizonte, sombras que se apagan hasta que alguien
enciende la luz.
Barcos
Le digo a Leonardo que no sé cómo
llegamos acá. A este barco herido.
Yo tampoco sé –responde, soplando a la
luz que rápidamente se apaga.
En la orilla, no tan lejos, no tan
cerca, dos niños, que no serán, miran el mar, y un sol que se muere en el horizonte.
El otro lado del río
¿Qué hacemos acá? Se lo pregunté
después de estar los dos mirando el río durante horas. En esas horas pensé nada
o poco, o eso creo porque ¿acaso es posible dejar de pensar? Lo cierto es que
le pregunté qué hacemos acá. Quieta, inmóvil, como un maniquí, siguió a mi
lado, indiferente, extraviada, ahora lo sé, lejos. El viento leve hacia
zigzaguear, apenas, el vello de su brazo, desnudo hasta cerca del hombro. El
hombro cubierto por un saquito claro. Un saquito que le regalaron sus tíos del
otro lado del río. Los visitamos para unas fiestas de hace unos pocos años, el
tiempo pasa. Pasamos unos días caminando la caída del sol por la vieja
costanera, casi no hablamos, aunque, entre nosotros, el silencio era dicha. En
esos atardeceres bajaba la temperatura, si bien no se llegaba al punto de tener
frio. Cuando tuvimos que volver fue que los tíos le dieron el saquito. No se
trató, es cierto, de un regalo, simplemente refrescó y se lo pusieron en los
hombros. Con definitiva certeza, siento que debe ser una carga enorme. Hubiese
preferido no preguntar. Hubiese preferido lo callado, y no sentirme solo en
este lado, mirando el río, mirando el río.
Planetas
–Yo soy el uno, el que fabrica las
armas –dijo el uno.
–Yo soy el dos, el que naturaliza la
discordia –dijo el dos.
–Yo soy el tres, de todos los
elementos, la síntesis –dijo el tres, guiñando el ojo derecho al dos y el
izquierdo al uno.
En un planeta, cercano, paralelo, el
dos aniquiló al uno, el tres aniquiló al dos, y el uno al tres.
–No hay dos sin tres ni uno –dijo la
cucaracha, y cruzó el sendero al otro de los mundos posibles.
Índice
Con
felicidad
La
mano
El
mar
Barcos
El
otro lado del río
Planetas
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